Periódico La Jornada. EDITORIAL
El pasado viernes, en el municipio de Amatlán de los Reyes, Veracruz, fue asesinado el activista ambiental Noé Salomón Vázquez Ortiz, integrante de la organización Defensa Verde: Naturaleza Siempre, y dirigente de la oposición social a proyectos hidroeléctricos en esa entidad. El homicidio del ecologista veracruzano, así como el grado de encarnizamiento empleado para cometerlo, da cuenta del entorno de violencia, persecución y muerte que padecen los defensores y defensoras del medioambiente.
El caso de Velázquez Ortiz se suma a la veintena de activistas ambientales ultimados en el curso del último sexenio. Otros ejemplos destacados de crímenes de este tipo son el asesinato del activista Aldo Zamora, quien al momento de su muerte, en mayo de 2007, participaba en la defensa de los bosques de la región de Zempoala, en los estados de Morelos y de México; los homicidios de Leonel Castro Santana y Ezequiel Castro Pérez, integrantes de la Organización Campesina Ecologista de la Sierra de Petatlán y Coyuca de Catalán, cometidos el 26 de junio de 2009; el homicidio de Mariano Abarca, del Frente de Chimiscuelo, quien encabezaba la resistencia local contra proyectos mineros; el asesinato de María Edy Fabiola Osorio, ocurrido en Pie de la Cuesta, Acapulco, en mayo de 2012, presumiblemente a consecuencia de su oposición a la construcción de un muelle en una laguna. Cabe recordar, asimismo, el crimen contra varios comuneros de Cherán, Michoacán, quienes decidieron armarse ante el acoso de talamontes y paramilitares.
Además de las fallas evidentes en las tareas de Estado de proveer seguridad y hacer justicia, crímenes como los referidos se encuentran estrechamente vinculados con el modelo económico vigente en el país desde hace casi tres décadas: en todo este tiempo, y en aras de una supuesta modernización y de la generación de «ventajas comparativas», las sucesivas administraciones del ciclo neoliberal han adoptado como política la aplicación de legislaciones laxas en materia ecológica y han otorgado a los grandes consorcios internacionales amplio margen de maniobra para la devastación ambiental; han claudicado en su obligación de preservar y defender los ecosistemas y han allanado el camino, en suma, con los intereses privados en perjuicio del equilibrio ecológico y de la vida de comunidades enteras, en su mayoría integradas por campesinos pobres e indígenas.
La situación ha derivado en un rosario de batallas jurídicas y sociales –relacionadas con construcciones carreteras, presas hidroeléctricas, crecimiento irracional de asentamientos urbanos y devastación deliberada de los entornos agrícolas, junto a otros proyectos que afectan el entorno– entre las comunidades de los territorios afectados y los poderes fácticos –grupos de talamontes, impulsores de megaproyectos, empresas mineras, de energía o de explotación hídrica–, con el telón de fondo del alineamiento gubernamental en favor de los segundos. Ello deriva en actos de corrupción, despojo, persecución judicial y, en casos extremos, en el asesinato de ecologistas populares.
No deja de ser significativo que, a contrapelo de la difusión de políticas gubernamentales para proteger el medioambiente, la defensa popular de los ecosistemas y los derechos ambientales, así como la demanda por introducir elementos de racionalidad, control y protección de los recursos naturales, hayan terminado por volverse causas perseguidas, criminalizadas y sumamente peligrosas, si se atiende al número de activistas ambientales muertos en los últimos años. Ante la inacción y la complicidad de las autoridades, la sociedad debe repudiar crímenes como los comentados; debe exigir su esclarecimiento y la suspensión del acoso de los poderes fácticos y los formales en contra de quienes han dedicado su vida a la defensa del medio ambiente y el bienestar común.