Eric Vides Borrell y Rémy Vandame
El Colegio de la Frontera Sur
Unión de Científicos Comprometidos con la Sociedad
En La Jornada Ecológica n. 201
Como en otras partes del mundo, los apicultores en México se han vuelto testigos y vigilantes de las alteraciones del medio ambiente y han denunciado actos ilegales. Fue el caso cuando denunciaron el 10 de octubre de 2014 que se estaba sembrando soya genéticamente modificada (GM) en el estado de Campeche sin permiso vigente, y sin que la Secretaría de Agricultura, Ganadería, Desarrollo Rural, Pesca y Alimentación (Sagarpa), a pesar de las obligaciones de monitoreo que tiene, se haya dado de cuenta de ello.
La historia se remonta al año 2011, cuando se inició una fuerte polémica referente a la coexistencia entre la producción de miel y la producción de soya genéticamente modificada (ver La Jornada, 12 de junio 2012). Dos eventos fueron detonadores en el debate. Por un lado, la autorización de siembra comercial de soya GM otorgada por la Sagarpa a la empresa Monsanto el 6 de junio de 2012 para una superficie de 253 mil 500 hectáreas, en los tres estados de la península de Yucatán (Quintana Roo, Yucatán y Campeche), en Chiapas, y en la región de la planicie de la Huasteca. Por otro lado un fallo de la Corte de Justicia de la Unión Europea en septiembre de 2011, que limitaba el comercio de miel con polen de cultivos transgénicos. En enero de 2014, el Parlamento Europeo votó una nueva definición de la miel, la cual equivale a quitar estas restricciones. Sin embargo, la miel mexicana es reconocida como de la mejor calidad en el mundo, por lo que los compradores siguen aplicando una tolerancia cero. Es decir piden que la miel sea libre de polen de organismos genéticamente modificados en los límites de detección de los mejores laboratorios.
Ante esta situación, organizaciones de apicultores de la península y colectivos como el Ma OGM (No a los OGM, en maya yucateco) emprendieron una serie de acciones mediáticas y jurídicas para evitar que se siembre la soya GM por motivos ecológicos, sociales y económicos. Esto dio como fruto que en abril de 2014, los jueces otorgaran el amparo solicitado por apicultores y comunidades, y que dejó sin efecto el permiso para la siembra de soya GM en Campeche y Yucatán.
Sin embargo, para cuidar la calidad de su producto y protegerse ellos mismos y sus familias, los apicultores vigilaron las siembras de soya y detectaron que, a pesar de no estar ya permitido, se había sembrado soya transgénica en Campeche, como lo denunciaron en octubre de 2014. Al hacer esto, se suman a los apicultores de Sudamérica, de Estados Unidos y de Europa, que históricamente denunciaron prácticas agrícolas que afectaban a las abejas y a los insectos en general.
De esta manera, los apicultores juegan también el importante papel de monitores ambientales, muchas veces más eficientes que las autoridades encargadas de ello. Actualmente, la siembra de soya GM es legal debido a que los promotores de cultivos GM impugnaron la decisión tomada por los jueces, los cuales pidieron una fianza a los denunciantes. Pero su monto era imposible de cubrir por los apicultores.
En un panorama más amplio es interesante medir que la reflexión de grupos de apicultores, como el Colectivo Apícola de los Chenes, gira en torno no solo a la posible presencia de polen de soya GM en la miel. Su preocupación es más profunda ya que cuestionan la coexistencia del modelo de producción agrícola intensiva, heredado de la revolución verde. Ahora ha incorporado el uso de semillas GM con el modelo de producción campesino, en donde la apicultura encuentra su lugar natural, y por lo tanto la conservación de la masa forestal más grande de Mesoamérica.
Los integrantes del colectivo citado estiman que la agricultura intensiva en el uso de insumos externos (plaguicidas y fertilizantes), semillas y combustibles fósiles difícilmente puede coexistir con la apicultura en el largo plazo. Y mucho menos si la siembra de soya toma el rumbo expansivo que ha tomado en otras partes del mundo. Un caso emblemático de este proceso es la selva del Amazonas y su rápida conversión a plantaciones de soya en las últimas décadas. Algo parecido ha ocurrido en amplias zonas de Argentina.
La preocupación de los apicultores se basa en problemas muy concretos que han enfrentado en los últimos años. Entre 2012 y 2013, 2 mil colonias de abejas murieron en los ejidos de Suc-Tuc y Oxa, del municipio Hopelchén y San Luis, municipio Campeche, entre otros. Los apicultores aseguran que las abejas murieron por la aplicación con avioneta de un insecticida en un rancho vecino destinado a la producción industrial de maíz. Este evento no atrajo la atención de las autoridades correspondientes, por lo que nunca pudo demostrarse la responsabilidad de dicho insecticida en la muerte masiva de abejas. Los apicultores tuvieron que negociar directamente con los responsables de la fumigación para buscar una indemnización.
Otro caso que preocupa a los apicultores es la aspersión con avioneta del herbicida glifosato sobre parcelas de soya transgénica en el municipio de Hopelchén. En la región existe incertidumbre sobre la legalidad de dichas aplicaciones aéreas. Analistas como Iván Retrepo han demostrado suficientemente en La Jornada, los efectos nocivos que el glifosato causa a la biodiversidad y a la salud humana. Además, Restrepo denunció cómo la Organización Mundial de la Salud considera a dicho herbicida como probable causa de cáncer.
Otros sectores de la población, además de los apicultores, han denunciado la deforestación ilegal y la perforación de pozos profundos en el estado de Campeche. Por ejemplo, la Organización de Derechos Humanos Indignación, recientemente hizo de conocimiento público tales hechos, así como el desecamiento de la laguna Ik. Esta denuncia hasta el momento ha tenido poca resonancia.
En países industrializados, la agricultura de altos insumos ha mostrado ser nociva para las abejas, como lo muestra la mortalidad anual de 30 por ciento de las colmenas, que se ha vuelto parte de la triste rutina en países europeos y en Estados Unidos. Sabemos ya que se debe a la combinación de varios factores presentes en los paisajes destinados a la agricultura intensiva. Entre ellos, la alta exposición de las abejas a los agroquímicos, la baja diversidad de plantas de las cuales ellas se pueden alimentar, aunado a una presencia cada vez mayor de las enfermedades de las abejas.
Afortunadamente, México no presenta todavía este nivel de intensificación de la agricultura, lo que podría explicar por qué las abejas no sufren tan alta mortalidad. Sin embargo, la tendencia es hacia la intensificación agrícola, por lo que vamos en camino de estar en la situación de riesgo en que ya se están los países donde sí ocurre elevada pérdida apícola.
Esto obliga a preguntarnos sobre qué clase de paisajes queremos: ¿simplificados, con monocultivos y contaminados por plaguicidas, donde ya no quepan abejas y apicultores? O paisajes manejados por campesinos que albergan una gran diversidad biológica, además de permitir la conservación de la gran selva de la península de Yucatán, donde abejas y apicultores sigan existiendo armónicamente.
Cuando la conversión al modelo intensivo se da a marcha forzada, muchas veces en base a prácticas ilegales, es urgente preguntar qué es lo que esperamos en el futuro. La sociedad civil, por iniciativa de los apicultores, ha iniciado el debate. Por ello, urge que las autoridades aseguren no solo la aplicación de la ley, sino también que respalden la lucha de los apicultores y demás campesinos que buscan una agricultura sustentable. Y de esa manera, un modelo de país bien distinto al que hoy tenemos, en el que prevalecen los intereses de unos cuantos y no los de la mayoría.