La situación mundial es muy grave. Cuando aún no se apagan las llamas de la guerra civil en Siria, la crisis en curso en Ucrania amenaza con elevar la tensión, a la espera de que se abran nuevos frentes en el conflicto global. La región sudamericana aplazó, por ahora, una escalada mayor en Venezuela gracias a la presencia disuasoria de la Unasur.
Sin embargo, debemos mirarnos en el espejo sirio, o quizá en el mexicano, para comprender que ninguna de esas opciones puede ser descartada en el periodo más agudo de la transición hegemónica. La guerra permanente sustituye a los golpes de Estado, ya que los think tanks imperiales parecen haber comprendido que los pueblos salen fortalecidos de los regímenes dictatoriales, como los que impusieron en las décadas de 1960 y 1970.
Ahora buscan romper el tejido social atizando prolongados conflictos internos, con el objetivo de dejar sociedades exhaustas, divididas e incapaces de autogestionar sus asuntos. Es el modo de romper naciones en el periodo de «acumulación por desposesión» (David Harvey) y de la «cuarta guerra mundial» ( subcomandante Marcos), por la apropiación de los bienes comunes y la destrucción de la vida.
Ante este panorama los movimientos no pueden contar con la protección del Estado, por haber sido neutralizado por la presión de las multinacionales y el imperialismo, o bien por apoyar con convicción sus estrategias. Debemos pensar, por lo tanto, en la necesidad de crear y multiplicar espacios, conciencia y organización para la defensa comunitaria.
Tenemos ante nosotros un buen puñado de formas de autoprotección comunitaria entre pueblos indios, campesinos y también entre sectores populares urbanos, donde esta tarea es más compleja. A menudo estas organizaciones ignoran la existencia de otras similares en otros países o regiones, con lo que no pueden enriquecerse mutuamente, aprender de sus aciertos y errores, y mejorar así los modos de enfrentar este periodo tan complejo.
Entre los nasa de Cauca (sur de Colombia) destaca la Guardia Indígena. Sus miembros son elegidos en asamblea por las comunidades y prestan servicio durante dos años, pudiendo ser relegidos. Los y las guardias son en su inmensa mayoría jóvenes comuneros, están armados con bastones de mando y no sólo protegen a las comunidades (tanto en sus territorios como a través de su despliegue en marchas y acciones de protesta) sino que ejercen además una labor educativa y de apoyo a la justicia comunitaria.
La Guardia Indígena ha sido capaz de rescatar autoridades secuestradas por los paramilitares y la guerrilla, apelando a la movilización masiva de las comunidades. Han desarmado también instalaciones de guerra de las fuerzas armadas en sus territorios y trabajan para impedir que la violencia ingrese en sus espacios destruyendo comunidades.
Las rondas campesinas nacieron en el norte de Perú a finales de la década de 1970 para combatir a los ladrones de ganado. En pocos años se extendieron a buena parte del país, ya que consiguieron reducir los robos hasta casi extinguirlos. Actuando de forma rotativa, los campesinos hacen rondas nocturnas de vigilancia, mostrando que ya no son familias aisladas sino comunidades en construcción.
Con los años las rondas encararon labores de construcción de servicios para las comunidades, implementaron su propia justicia al margen de la justicia estatal corrupta y, cuando se disparó la guerra interna entre las fuerzas armadas y Sendero Luminoso, aislaron a los violentos al precio de miles de muertos. En los últimos años las rondas campesinas juegan un papel decisivo en la resistencia a la minería, en particular frente al proyecto aurífero Conga, en la provincia de Cajamarca. Son conocidos como «guardianes de las lagunas».
En las ciudades contamos también con un puñado de experiencias de defensa comunitaria, en sintonía con las brigadas de la Comunidad Habitacional Acapatzingo en la delegación Iztapalapa, en la ciudad de México. Un caso destacable sucede en algunas villas de la ciudad de Buenos Aires, con larga tradición de organización popular, tanto para la demanda al Estado como para la organización y defensa de la vida cotidiana.
En la Villa de Retiro la Corriente Villera Independiente y el Movimiento Popular La Dignidad levantaron la Casa de las Mujeres en Lucha, un espacio de formación, debate, organización colectiva de la sobrevivencia y también de defensa contra la violencia machista. Las que integran las cuadrillas de autodefensa de mujeres realizan talleres de capacitación, que son «una herramienta de organización, reagrupamiento y acción directa que pueda dar respuestas ante determinadas situaciones, así como de acompañamiento y asesoramiento a las mujeres», según razona el movimiento.
En varios casos intervinieron ante agresores haciendo visible la situación, actuando en grupos, con disciplina y decisión, para frenar al agresor y llegado el caso inducirlo a abandonar el barrio. En la villa de Bajo Flores actuaron años atrás las Amazonas, madres que se movilizaron contra golpeadores y bocas de venta de drogas, habiéndose convertido en referentes para otras mujeres.
De modo que existen diversas experiencias organizativas entre los tres sectores sociales que enfrentan el modelo actual: indígenas, campesinos y sectores populares urbanos. Cada una tiene sus propios modos en función de la realidad que enfrentan. Algunos utilizan armas, otros optan por hacer valer la montonera; pero en todos los casos vemos una potente decisión de poner el cuerpo para defender a la comunidad de forma colectiva.
De algún modo estas prácticas se interconectan por abajo y van aprendiendo unas de otras, aunque de modo mucho más lento de lo que sería deseable. Aunque en su conjunto son aún muy pocas las personas y comunidades involucradas en la defensa comunitaria, marcan un camino por el que, en algún momento, habrán de transitar otras comunidades que sólo pueden contar con sus propias fuerzas cuando escala peligrosamente el caos sistémico.