La Cumbre del Clima, marcada por los atentados del viernes, arranca en la capital francesa el 30 de noviembre. Es la última oportunidad para un acuerdo global y vinculante de reducción de emisiones, pero los compromisos de los 195 estados no son suficientes para frenar el calentamiento global.
En los últimos 135 años el planeta no ha experimentado un mes tan cálido como el del pasado julio. La cantidad de gases de efecto invernadero concentrados en la atmósfera batió de nuevo todos los récords en 2014 y la extensión de hielo ártico disminuye a ritmos desconocidos. Son tres evidencias de que el cambio climático, el mismo que muchos negaron poco tiempo atrás, nos pisa los talones.
La Cumbre del Clima de Naciones Unidas que arrancará en París el 30 de noviembre pese a los antentados del pasado viernes que hicieron temer incluso por su celebración, supone la última oportunidad de hacerle frente. Una cita determinante en la que 195 estados tratarán por primera vez de alcanzar un acuerdo global y vinculante contra el calentamiento del planeta y sus impactos.
El objetivo a corto plazo es lograr una prórroga del frustrado Protocolo de Kioto, que venció en 2012, y que sólo obligaba a algunos de los países más desarrollados a reducir sus emisiones de dióxido de carbono (EEUU, Canadá o Japón, por ejemplo, no lo firmaron). En la cumbre que se celebró en Lima hace un año se entendió por fin que el acuerdo debía comprometer a todos, pero la meta es mucho más ambiciosa. Se trata de conseguir que la temperatura de la Tierra no suba a final de siglo más de 2ºC, el límite establecido por los científicos si se quiere evitar un desenlace catastrófico.
“Dos grados es el punto de no retorno, momento en el que, aunque las emisiones se redujeran a cero, la propia inercia del clima haría que se llegara de forma segura a los tres grados, y aquí los efectos son mucho más imprevisibles”, dice a Público Jonathan Gómez Cantero, climatólogo especializado en riesgos ambientales y miembro del Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático de la ONU (IPCC), la mayor red de expertos sobre la materia. Este organismo calcula que, de seguir al ritmo actual, la temperatura del planeta subiría aproximadamente unos 4ºC en 85 años.
Pero poner de acuerdo a casi 200 mandatarios, con sus respectivos intereses, deja poco espacio al optimismo. De hecho, esta última cuestión llega a París ya fracasada. Según ha declarado la secretaria de la Convención Marco de la ONU sobre Cambio Climático, Christiana Figueres, sumando los compromisos voluntarios de reducción de emisiones que ya han presentado la mayoría de los países, estaríamos ante un escenario de un aumento de la temperatura de 2,7ºC, aunque otras fuentes creen que esta es una cifra optimista y que en realidad se sobrepasarían los tres grados. Sea la que sea, resulta del todo insuficiente.
¿No hay nada que hacer, entonces? Sí y no. El relativo éxito, al menos para salvar la buena imagen de la cumbre, estriba en un mecanismo para que todos los países revisen sus compromisos de emisiones contaminantes cada cinco años. Aunque en este punto hay amplio consenso, los flecos sueltos son numerosos. En el último borrador del acuerdo aprobado la semana pasada, (una maraña de propuestas entre corchetes en la que todo está aún por decidir) no se ha fijado todavía si habrá revisión, cada cuánto tiempo será y, en caso de haberla, si será para ampliar los compromisos y no reducirlos.
“Esto es a lo que se agarran los líderes políticos. Son conscientes de que no se han presentado compromisos suficientes y crean un mecanismo que permite revisarlos. Pero volver a preguntar a los países dentro de cinco años no implica que vayan a cambiarlos, pueden no hacerlo”, explica Javier Andaluz, de Ecologistas en Acción.
La mala noticia no es sólo que en sucesivas cumbres nadie se mueva un ápice de lo ya comprometido, sino que el tiempo se agota. “El clima lleva una inercia. Es como un coche acelerado: si quieres frenarlo no puedes esperar al último momento. Personalmente sí creo que esperar cinco años a objetivos más ambiciosos sería demasiado tarde”, dice Gómez Cantero.
Además, tampoco hay acuerdo sobre el grado de legalidad del texto. La gran apuesta de la Unión Europea, que opera como un solo estado en la cumbre, es que se trate de un pacto vinculante que entre a formar parte de la legislaciones nacionales, del mismo modo que funcionan las directivas europeas de reducción de emisiones para los estados miembros. Pero aquí el principal obstáculo es EEUU, que suele entender este tipo de obligaciones como una injerencia política, como ya pasó con Kioto, y sin él un acuerdo no tiene sentido. El país norteamericano es el segundo más contaminante del mundo y el responsable del 14,4% del total de emisiones de CO2. Lo que no se contempla en ningún caso es aplicar sanciones.
Financiación insuficiente y sin garantías
El otro gran problema, como de costumbre, es el dinero. En el capítulo dedicado a la adaptación al cambio climático existe el compromiso para un ‘fondo verde’ de 100.000 millones de dólares anuales a partir de 2020, que es cuando entra en vigor el acuerdo. En principio, sólo los países desarrollados (aplicando criterios de 1990) son los que están obligados a aportar al fondo a través de financiación pública y privada, aunque ninguna empresa ha anunciado de momento que vaya a colaborar. China, por ejemplo, no está obligada a contribuir al fondo y esto es algo que se quiere negociar.
En cualquier caso la ONU ya alertó de que era una cifra insuficiente y de que, al menos, haría falta triplicar o incluso cuadruplicar esa cantidad. Los países menos desarrollados, que son lo que resultarían más afectados por el cambio climático, quieren que el acuerdo contemple un capítulo separado de ‘pérdidas y daños’, que supondría financiación aparte. Pero los países ricos y más contaminantes prefieren que este capítulo se incluya en el de ‘adaptación’, dentro de los 100.000 millones. Algunos países del sur han condicionado sus compromisos a que esto cambie.
Pero no es sólo un problema de cuantía, sino también de seguridad en la provisión: el acuerdo no contempla un método que garantice que el dinero va a seguir llegando año a año.
París es la cumbre de las cumbres, el encuentro para el que se han postergado todas las decisiones y donde el Gobierno francés, como anfitrión, se juega su reputación. El presidente François Hollande ha puesto en marcha todo su potencial diplomático para conseguir un acuerdo “histórico, definitivo y vinculante”, consciente de que más allá del planeta, está en juego sobre todo su propia figura política. Lleva meses negociando con los principales mandatarios con la vista puesta en 1948, cuando Francia acogió la cumbre que aprobó la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Un fracaso se entendería como su fracaso y el de todo su ejecutivo en un momento en el que su popularidad no está precisamente por las nubes.
Pero aún así muy pocos son positivos y las esperanzas son tímidas, mucho más después del chasco monumental de la cumbre de Copenhague en 2009. Los grupos ecologistas, decepcionados por los políticos, prefieren poner ahora sus ojos en los movimientos sociales para combatir la mayor amenaza que enfrentará el mundo en los años venideros.
“El mal resultado de Copenhague se llevó por delante la lucha contra el cambio climático porque estaba demasiado volcada en el lobby político. Independientemente de que es necesario que en París se alcancen acuerdos, lo que es evidente es que el cambio climático no lo van a solucionar los políticos”, dice en conversación con este diario Juantxo López de Uralde, expresidente de Greenpeace España que fue encarcelado por intentar irrumpir en la cena de gala para líderes mundiales de la cumbre del clima en Dinamarca.