Honduras: Los supervivientes Garífunas de los Cayos Cochinos

Compartimos este reportaje especial de El Faro a través de Rights Action sobre la historia y la riqueza, tenacidad y dignidad del pueblo Garífuna – A 31 de juio del 2021

En medio de un paraíso caribeño se libra una batalla: por un lado, un pueblo de indígenas garífunas que reclaman el derecho de sobrevivir en los territorios que habitaron sus ancestros durante más de dos siglos. Por otro lado, grandes conglomerados empresariales, el ejército y un reality Show europeo, que buscan lucrarse de la belleza natural del archipiélago Cayos Cochinos en el litoral Atlántico de Honduras.

Domingo, 31 de julio de 2022

Carlos Martínez*

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 1. La batalla de cayo Palomo

El 22 de febrero de 2019 estalló un conflicto en medio de unas islitas paradisíacas en el Caribe hondureño. 

Aquel día, los pescadores garífunas de la comunidad Nueva Armenia se hicieron a la mar en pie de guerra, a bordo de cayucos de madera y lanchas con motores fuera de borda, usados normalmente para pasear turistas. Reunieron un arsenal de tambores y esencias para prender sahumerios y se fueron a presentar batalla para recuperar el territorio que consideran suyo. Tomaron por asalto el cayo Palomo antes de que la lancha de guardacostas consiguiera impedirlo. Se apoderaron de la playa y tocaron en los tambores los ritmos secretos de sus abuelos guerreros. Entonces, salieron los italianos a bailar. 

Eran  participantes del célebre show “Supervivientes”, que se rueda dos veces al año en los Cayos Cochinos. Se trata de un concurso en el que –a veces unos españoles, a veces unos italianos– juegan a sobrevivir en lo que parecen ser unas islas “desiertas”: pasan pruebas, se enamoran y se odian, hacen alianzas y viven las más apasionadas intrigas para deleite de las audiencias europeas. 

Al parecer, los competidores italianos pensaron que aquel desembarco garífuna era parte del juego y salieron a su encuentro  con sus bikinis diminutos y sus músculos y sus abdómenes a menearse como mejor supieron, mientras  camarógrafos y  sonidistas los orbitaban sin saber qué hacer.  

Carolina Castillo tiene 68 años de edad, nació y creció en Nueva Armenia. Cayoya, como la conocen en la comunidad, hace memoria de su juventud e infancia en los cayos, recuerda la libertad con la que los garífunas podían subsistir de la tierra y la compara con la actualidad, ”Tenía años de no venir aquí a Cayo Bolaños, antes cuando mis padres pescaban por aquí hacíamos pausa y después íbamos a Cayo Chachahuate, eso cambió cuando la guardia naval se puso violenta y ya no dejó que nos acercáramos, hoy tengo que venir como turista entre el resto de turistas que viene a este lugar”, dijo mientras caminaba por el cayo rodeada de turistas de toda honduras y de extranjeros.

Una de las garífunas que participó en aquel desembarco grabó el encuentro con su teléfono y a simple vista es imposible deducir lo que está ocurriendo: decenas de pescadores negros con  ropas humildes, los tambores sonando, los italianos dándolo todo; una líder de la comunidad, de rodillas en la arena, gritando al mar sus demandas con un megáfono; un grupo de militares con sus fusiles que miran todo desde la lancha de guardacostas, sin tener idea de qué se hace en estos casos, y una productora que camina por la playa con el susto de quien sabe que aquello no es parte del show. 

Cuando al fin alguien puso en orden aquel zafarrancho, los pescadores garífunas y los italianos ya se habían mezclado, y  unos enseñaban a  otros a mover las caderas y todos se aplaudían al final de cada danza.

“¡Ey, paren el tambor un poquito!”

En el video se escucha la voz de Eduard, el líder de la asociación de pescadores de Nueva Armenia, y de Ana Mabel, que encabeza el comité de defensa de la tierra: dos jóvenes garífunas, motores de la organización comunal, dotados de un discurso bien articulado y de una rabia fermentada durante años. 

Dos azoradas productoras se acercaron a los muchachos buscando sacar algo en limpio. “Se les dijo que el problema no era con ellos, sino con la Fundación, que había una serie de agresiones de la Fundación contra la comunidad y que la comunidad no recibía absolutamente nada del dinero que ellos pagaban por alquilar los cayos”, recuerda Ana Mabel.  

De la Fundación hablaremos después. Por lo pronto diremos que es la organización que administra el archipiélago de los Cayos Cochinos y diremos además que los garífunas consideran aquellas islas como parte de su territorio ancestral, donde pescaron sus abuelos por dos siglos, y por ello les resulta insoportable que durante el rodaje de “Supervivientes”, la guardia costera, acompañada siempre de soldados, les impida pescar cerca de los cayos, para no contaminar las tomas ni la atmósfera de isla desierta y virgen que los europeos venden a su público. 

En nombre de la pureza de las imágenes del show televisivo, algún fusil ha sido disparado, algunos pescadores han estado a punto de morir ahogados y una larga lista de humillaciones han podrido desde el inicio la relación entre las comunidades locales y los foráneos. 

Aquel día el rodaje se detuvo. La producción evacuó de Cayo Palomo a los alegres italianos y reclamó por la interrupción a la Fundación, que les había rentado los cayos sin advertirles de la posibilidad del desembarco súbito de aquel grupo de pescadores negros y pobres. 

Los garífunas aprovecharon a tirar sus chinchorros al mar –redes de pesca artesanales– y terminaron la jornada con una comida colectiva de pescado frito. Durante unas horas Cayo Palomo fue enteramente suyo. Recogieron sus tambores y sus redes y volvieron a Nueva Armenia. 

Los Garífunas se abrazan de su historia, tratan de mantener sus principios, el amor por la tierra y el respeto de la vida, de allí que los líderes comunitarios como los de Nueva Armenia se inspiran para ser resilientes, ”Nosotros los garífunas tenemos un espíritu de libertad”, es la frese Garífuna que desde los comités de defensa de la tierra se transmite a toda la nación ancestral. Foto de El Faro: Carlos Barrera

Alrededor de dos semanas después, el 10 de marzo de 2019, Eduard, Ana Mabel y otros líderes garífunas fueron convocados para “tratar asuntos de trabajo”. Pero la carta de convocatoria no venía firmada por la producción de Supervivientes, ni por los dueños de los cayos, sino por el Capitán de fragata Henry Geovany Matamoros, comandante del primer batallón de Infantería de Marina de Honduras, quien, luego de saludarles “de la manera más atenta y cordial… deseando que el divino creador del universo derrame ricas y abundantes bendiciones”, les citaba para el día siguiente en la sede de la guarnición militar, en el municipio de Ceiba. 

Y ahí la historia deja de ser pintoresca. 

2. Cuando “mío” llegó al paraíso

Octubre de 2021.

Mientras flotamos sobre el mar Caribe en este cayuco de madera, Pepito mira hacia la costa unos segundos, verifica la altura del Sol, mira la orilla, mira unos árboles, mete el remo al agua un par de veces más para alinearse con quién sabe qué y ordena a Lala saltar: “Si yo le digo que hay piedra, hay piedra; si le digo que se tire, tiene que tirarse”. Y sin rechistar, Lala se lanza al agua, recoge los ganchos que utiliza para atrapar langostas, se asegura a la espalda un tanque de oxígeno y desaparece en lo profundo. 

Pepito es un veterano pescador garífuna, de 56 años, que domina las artes de pescar con cordel y que cuando está sobrio es uno de los mejores “marcadores” de Nueva Armenia y por tanto un compañero muy codiciado en la búsqueda de langostas. Jamás ha buceado, pero heredó de su padre un talento extraordinario: Pepito es una brújula humana, conoce el punto exacto de las piedras submarinas donde se pasean las langostas, piedras que él jamás ha visto, pero que conoce hasta de nombre. “Aquí abajo está Corozo”, me dice, “Es una piedra grande. A veces Corozo es tacaño, pero cuando da, da”. 

Donde yo veo agua y más agua, Pepito ve ángulos y alineaciones de cosas que me son enteramente invisibles. Desde el cayuco decreta que estamos navegando sobre El Cañal, La Cubera o Ariola, sin más instrumento que sus ojos y el conocimiento que acumuló su padre y su abuelo y el padre de su abuelo antes que él. Eso y el hambre, que es sin duda un instrumento poderoso, sobre todo cuando, para aplacarla, no queda otra que saber hablar con el mar. 

Luis Martínez de 19 años, durante un día de trabajo en la pesca artesanal en el caribe hondureño. La pesca es el principal sostén económico para la comunidad Garífuna de Nueva Armenia. Foto de El Faro: Carlos Barrera

Mientras Lala corretea langostas a unos 15 metros de profundidad, la misión del marcador es seguir las burbujas que el respirador del buzo manda a la superficie, de manera que, cuando el buzo salga, el cayuco esté cerca. Si el rastro de las burbujas se mueve mucho, Pepito dice –se dice a sí mismo en una voz tan baja que podría ser un pensamiento– “está buscando”. Pero cuando las burbujas se detienen en un único punto, él masculla: “está matando, Lala está matando”. 

Tira un cordel con anzuelo y mientras espera que algo pique, saca de su bolsillo una botellita de salvaje Tatascán, el guaro más pirata y más cáustico de estas costas, que toma a grandes tragos, aturrando la cara. Mientras besuquea el Tatascán, recuerda sus años de marinero de barco grande, cuando navegó el Atlántico y pisó tierra firme en varias islas del Caribe, comprobando que su lengua materna, el garífuna, se hablaba más allá de Honduras. 

“Mire el mar, está clarito, qué calma”, y vuelve a la botella y luego a quejarse de que su suegra habla dormida y que por eso él no consigue pegar ojo por las noches. Hasta que se da cuenta que ha perdido el rastro de las burbujas. No hay señales de Lala. Que un buzo deje de generar burbujas es un signo muy malo. Pepito aguza la vista para intentar encontrar unas burbujas en medio del mar, pero no hay rastro. Mete el remo al agua y vuelve a ubicar la posición desde la que el buzo se sumergió. Nada. No hay burbujas. “No me gusta, no me gusta”, ronronea y mira con desesperación el agua que se mueve como una criatura viva y le da con desesperación al remo. Desde el cayuco, el vaivén del mar hace desaparecer a ratos la línea de costa y Pepito se llena de malos augurios. 

A lo lejos, entre espumas, aparece finalmente Lala, que maldijo al salir y no encontrar el cayuco cerca. Pepito rema a todo trapo para acercarse y Lala sube a la embarcación con una única langosta, que será toda la pesca de la jornada. Bien es sabido que, a veces, Corozo es tacaño. 

* * *

Lala –36 años, alto, fibroso, el pelo largo liado en rastas– ha pescado desde los 12. Decidió no entrarle al negocio de su padre, que ya murió y que trabajaba en un rubro en el que también hay que salir al mar, pero no para traer pescado sino “otras cosas”, dice, otras cosas que dejan bastante más dinero que las langostas. Intentó entrarle también al fútbol profesional, pero aquello tampoco resultó bien y hoy tiene en mente “jalar para el norte”. 

Lala durante la preparación de un cayuco para pescar. Pepito el guía marino espera sentado aún bajo los efectos de alcohol de la noche anterior. Foto de El Faro: Carlos Barrera

Su negocio es sencillo, o se explica de forma sencilla: Lala no tiene su propio cayuco, sino que utiliza el de su patrón, quien también financia los tanques de oxígeno. A cambio, Lala debe venderle a él –y sólo a él– todas las langostas que pesque, a un precio bastante más bajo del que pagarían otros compradores: unos 11 dólares la libra de carnosa cola de langosta caribeña, que luego el patrón vende a los resorts y restaurantes para turistas. 

El cayuco es una estrechísima vaina de madera, labrada de forma artesanal, impulsado por unos artesanales remos de madera y una vela hecha de nylon sujetado a un mástil artesanal. 

Así se gana la vida Lala, pero  estas aguas son merodeadas por otros predadores. Sentado frente a la tienda de su madre, acompañado de otros dos veteranos pescadores, Lala narra sus encuentros con peces más grandes, mientras los otros dos asienten y agregan detalles a sus historias.  

Por ejemplo: en 2019, en pleno rodaje de Supervivientes, Lala buceaba a pulmón cerca de Cayo Bolaño, cuando la lancha de guardacostas lo vio y le dijeron que tenía que entregarles su equipo. “Si me quitás mi equipo es como que me quitaras las manos, ¿cómo le voy a dar de comer a mi familia?”, rogó. Pero los militares se mostraron inconmovibles. Así que antes que entregarles sus instrumentos de trabajo, Lala los destruyó: contra su cayuco partió en dos su careta y con el cuchillo rajó sus aletas. Tampoco quiso entregarles el fruto de su trabajo: así que tiró al mar las diez langostas vivas que había atrapado y las 12 libras de caracol. Esa vez lo dejaron ir, pero regresó a casa, luego de todo un día en el mar, sin nada. 

“Me dijeron que ahí era prohibido pescar, pero cuando es el reality y vienen los españoles y los italianos, ellos pueden barrer con lo que se les ponga por delante. Yo los he visto. Incluso se comen los erizos y las culebras”. Aprieta los dientes y su cara se vuelve angulosa. Algo peligroso le ensombrece el rostro mientras recuerda sus encuentros con la patrulla guardacostas, a la que todo mundo se refiere como “la lancha de la Fundación”. 

El archipiélago Cayos Cochinos está formado por 16 islotes en la caribe hondureño, los cayos es territorio que ha sido ocupado ancestralmente por los Garífunas. Foto de El Faro: Carlos Barrera

En 2018, cuenta Lala, uno de sus compañeros había comprado un pequeño motor, que le permitiría internarse más profundo en el mar y decidieron probarlo. Esa vez atraparon 16 langostas y cuatro peces chancho. En el camino de regreso a Nueva Armenia, fueron interceptados de nuevo por la lancha de la Fundación. Esta vez les ordenaron subir a la patrulla. Lala hizo una propuesta a uno de los soldados: “¿Por qué no me dejás llegar a la orilla y ahí vemos quién es quién?”, a lo que el soldado replicó “¿No te vas a subir entonces, negro? ¿Así que vos andás murmurando, negro?”, y fue más de lo que Lala pudo soportar: se lanzó al agua y desde ahí repitió la oferta al soldado: “Tirate pues y vemos quién sale del agua”. El militar se quitó las botas, se quitó los calcetines, se desabotonó la camisa… y sabiamente se quedó en la lancha, cavilando, supongo, sobre la pésima idea que es pelear en el agua contra un buzo garífuna como Lala. Entonces lo abandonaron en el mar, aproximadamente a dos kilómetros de la costa y remolcaron el cayuco junto a su compañero y las presas del día. Un pescador lo encontró mientras Lala nadaba hacia tierra. El motor recién comprado fue lanzado al mar por los soldados, el cayuco decomisado jamás fue devuelto. Aquella vez también estaban rodando el reality. 

Dos años antes, en 2016, la patrulla los encontró descansando en Cayo Culebra: después de un día de pesca, se habían detenido en el islote para recibir un poco de sombra y prepararse algo de comer. Esa vez los soldados los obligaron a tenderse boca abajo en la arena y los encañonaron con sus fusiles. A los dos compañeros de Lala los atizaron a patadas. A uno le obligaron a quitarse los aretes que llevaba en la oreja y los lanzaron al monte. Lala se salvó de ser apalizado por el respeto que inspiraba su padre, quien entonces vivía y cuya reputación era bien conocida en la zona. Esa vez le robaron sus aletas y su careta. Los otros dos pescadores pasaron semanas con dolor en las costillas. 

Unas semanas después, los soldados tiraron al mar 80 langostas que había atrapado junto con otros tres buzos. Los obligaron a ver cómo las lanzaban al agua, una por una, hasta llegar a 80. 

Otra vez los atraparon con un saco de langostas y uno de los soldados le dijo que se las entregaría a gente necesitada. “¿Y vos creés que yo andaría buceando si no tuviera necesidad?”, replicó Lala. No importó. Los presentaron ante las autoridades en el municipio de La Ceiba. Por falta de juez disponible tuvieron que dormir en las bartolinas policiales. Al día siguiente los dejaron ir. Cuando fueron a firmar su liberación, vieron el saco en el que llevaban las langostas. Vacío. 

* * *

En uno de los rincones de Nueva Armenia, dentro de una diminuta champa de madera y techo de lámina, vive un viejo solitario. Dentro de aquella casucha reina la oscuridad incluso de día: uno de los dos espacios interiores está ocupado por un humilde catre de madera, un revoltijo de ropas y un radio de pilas negro. El otro espacio está coronado por un ataúd, que aquel viejo atesora para sí mismo y que, mientras llega el momento de partir, hace las veces de baúl de los recuerdos: el interior del cofre está lleno de papeles que alguna vez escribió o leyó, todos protegidos por bolsas de plástico. El viejo se llama José. 

José, de 83 años, es uno de los ancianos de Nueva Armenia, vive solo en una pequeña casa, y así como sus ancestros también fue pescador hasta donde la vida se lo permitió. Foto de El Faro: Carlos Barrera

Fue pescador toda su vida, como su padre y como su abuelo. Y lo fue hasta hace unos cuantos años, cuando la salud lo sacó del mar: José se ha quedado ciego. Una fina membrana blanca cubre sus ojos, convirtiendo el mundo en un lugar habitado por siluetas. Es una afección común entre los pescadores que lidian durante años con la sal y el reflejo del sol en el agua. 

Pero José suele volver al mar con el pensamiento, para navegarlo y respirar su fragancia y su luz. En su rostro de anciano sonríe un niño cuando vuelve a su balsa o cuando siente el tirón de un pez en el anzuelo y regresa luego a descansar en las arenas de su cayo, y aquellas estrellas vienen a poblar para él el cielo nocturno. Entonces, unos vientos arrastran el tiempo hacia atrás: 

“El año 1952… iba a pescar a los cayos con unos viejitos que se llamaban Isabel Ávila y Elías Martínez y un indio, que se llamaba Trino Tejedo… Salíamos a pescar mar adentro, a pura vela. Si soplaba viento bajo, nos dirigíamos a cualquiera de los cayitos y ahí nos quedábamos hasta que pasara el mal tiempo. Siempre andábamos en las embarcaciones”.

Los Cayos Cochinos eran refugio y descanso para los pescadores, tenían una belleza virgen y eran de todos. Estaban deshabitados la mayor parte del tiempo, salvo tres meses al año, cuando los garífunas construían refugios estacionales para la temporada de mayor demanda de pescado: la Cuaresma. Los primeros asentamientos garífunas alrededor de los Cayos Cochinos comenzaron a echar raíces desde 1797 y desde entonces aquellas tierras y aquel mar corren por la sangre de esa gente.

Para José y para sus vecinos de Nueva Armenia, hay un cayo en particular que está atado a la historia de la comunidad y a sus ancestros fundadores. Desde el fondo de sus 83 años, José recuerda el día en que lo vio por primera vez, siendo apenas un adolescente, y una risa se le escapa: lo vio desde el cayuco, rodeado de unas aguas tan transparentes y puras que pensó que el fondo marino estaba a un palmo de profundidad, así que en un arrebato saltó al agua y se hundió completamente hasta tocar con los pies la arena suave del fondo. Emergió en la playa y ante él se revelaba, blanca y desnuda, la belleza del cayo Chachahuate. 

Cayo Menor es uno de los islotes más grandes del archipiélago Cayos Cochinos, allí está la sede de la fundación Cayos Cochinos que con el discurso de la preservación del territorio ha intentado despojar a la comunidad Garífuna de su tierra. Foto de El Faro: Carlos Barrera

 “Si usted hubiera conocido los cayos en ese tiempo creo que también hubiera quedado encantado. Los cayos para mí han sido el paraíso que Dios le dejó al hombre. Eso creo que lo voy a llevar hasta mi tumba. Si tuviera la vista, no me estuviera haciendo la entrevista aquí, me la estuviera haciendo en los Cayos Cochinos. Los extraño bastante, bastante. Si el Padre me escucha, mi mayor deseo es que me restaure la vista para volver”, suplica. Pero quizá es el destino de los paraísos vírgenes vivir sólo en el recuerdo de los viejos que ya no pueden verlos más. 

Un día apareció alguien que llamó a aquellas islas “mías”. En la historia oral, que los garífunas se cuentan de generación en generación, Tiburcio Carías Andino –el cruel dictador que gobernó Honduras durante 17 años, entre 1932 y 1949– entregó los Cayos Cochinos a un leal sirviente llamado David Griffith, que los pasó en herencia a su hijo Jano Griffith: “Hombre que no habrá otro igual a él de bondadoso y muy servicial”, asegura José.

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Imagen: Carlos Becerra

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