EL Escaramujo 121: EL ESTADO MEXICANO CONTRA SUS JÓVENES

Los “Escaramujos” son documentos de análisis producidos por Otros Mundos A.C. Les presentamos el último número de la colección, esperando les sirva para sus trabajos en defensa de los territorios. (Ver todos los números del Escaramujo

EL ESTADO MEXICANO CONTRA SUS JÓVENES
Dos casos: el movimiento estudiantil de 1968 y la Noche de Iguala (Primera Parte)

Ana Cristina Vázquez Carpizo
Otros Mundos Chiapas
11 de Octubre de 2023, San Cristóbal de las Casas, Chiapas, México
https://otrosmundoschiapas.org/

EL COMPLOT COMUNISTA CONTRA MÉXICO

La década de los sesenta fue, sin duda, uno de los momentos de mayor agitación del siglo XX. Si bien forma parte de las llamadas olas de protesta que se han dado a lo largo de la historia, la característica distintiva de este periodo es el protagonismo de los jóvenes a lo largo y ancho del planeta. El autoritarismo de la postguerra, fuera desde el ‘mundo libre’ o desde el bloque comunista, dejó una estela de inconformidad entre las nuevas generaciones que la fantasía del american way of life o la supuesta superioridad moral de los comunistas no pudieron revertir. De toda la década, destaca un año en particular: 1968. Desde movimientos estudiantiles1, protestas contra el establishment y expresiones contraculturales2 hasta manifestaciones antibelicistas3, los jóvenes de todo el planeta tomaron las calles para gritar consignas libertarias y para desafiar gobiernos que se creían inamovibles. México no fue la excepción.

Durante toda la década las expresiones estudiantiles fueron numerosas en todo el país.4 Pero, sin duda, la más importante fue la de 1968. El movimiento estudiantil inició el 22 de julio de ese año con una pelea entre estudiantes de nivel medio superior en el barrio de Tlatelolco de la ciudad de México, duramente reprimida por la policía capitalina.5 Cuatro días después, el 26 de julio, se organizó una manifestación de protesta, esta vez encabezada por estudiantes universitarios y politécnicos que asumieron como una afrenta personal las agresiones contra los miembros más jóvenes de sus respectivas comunidades. La respuesta de las autoridades fue de cerrazón e intransigencia pero aún no se veía lo peor.

Conforme pasaron los días y ante la inminente inauguración de los Juegos Olímpicos,6 el nerviosismo del entonces presidente Gustavo Díaz Ordaz (1964-1979) aumentó; paulatinamente fue endureciendo su discurso y sus decisiones. Coreógrafo principal de una danza macabra desde todas las instancias represoras del Estado, Díaz Ordaz no hizo más que acomodar las piezas a su visión de la realidad. Infestado de la paranoia anti-comunista de la época, que veía conspiraciones por todas partes y de la suya propia, Díaz Ordaz se dedicó a aplastar, con toda la fuerza del Estado, a quien consideraba su enemigo. Y para mala fortuna de los jóvenes, ellos llenaban el perfil mental que el poblano había hecho del criminal comunista que buscaba derrocarlo. Es decir, Díaz Ordaz y todo su gabinete no vieron en los estudiantes a adversarios alimentados por la efervescencia juvenil de la época sino a enemigos dispuestos a todo. Con los adversarios dialogas; a los enemigos los aniquilas.
Así de sencillo. De esta manera durante 1968, además del contexto de guerra fría, en México se conjuntaron dos hechos muy desafortunados: por un lado, la animadversión personal que Díaz Ordaz sentía hacia los jóvenes7, aderezada por un genuino anti-comunismo; y, por otro, un Estado profundamente autoritario pero altamente legitimado expresado en el Partido Revolucionario Institucional y sus aliados.8

A pesar de que los miembros del Consejo Nacional de Huelga9 ligados al Partido Comunista Mexicano o a alguna otra asociación de la misma ideología eran minoría, el Estado mexicano, personificado en la figura de Díaz Ordaz, estaba convencido de que, a través de los estudiantes, la amenaza roja10 se cernía sobre el país y que su deber era salvarlo. En la puesta en escena intervinieron desde el secretario Gobernación, Luis Echeverría; el titular de la Secretaría de la Defensa Nacional, General Marcelino García Barragán; el jefe del Estado Mayor Presidencial, General Luis Gutiérrez Oropeza); el Procurador Julio Sánchez Vargas y el director de la Dirección Federal de Seguridad, capitán Fernando Gutiérrez Barrios, hasta el encargado del entonces Departamento del Distrito Federal11 y los responsables de otras instituciones del Estado.12

En un primer momento el presidente presentó un discurso aparentemente conciliador, tan falso como su sonrisa, pero cuando los estudiantes publicaron su pliego petitorio,13 para Díaz Ordaz, cuya paranoia alimentó perversamente su secretario de Gobernación, las sospechas quedaron confirmadas: los jóvenes estaban infectados por el comunismo y seguramente eran parte de un plan macabro para derrocar al presidente y destruir al país. La osadía juvenil de apropiarse de las principales avenidas y plazas de la capital mexicana para expresarse ante la Nación entera fueron más allá de lo que el sistema estaba dispuesto a aceptar.14 Las marchas del 13 y del 27 de agosto fueron las gotas que derramaron el vaso. La tolerancia de Díaz Ordaz, mínima pero hasta entonces suficiente para evitar que se desbordara la represión, quedó rebasada. En la manifestación del 27, la llamada marcha de las antorchas, los estudiantes sobrepasaron todos los límites. No sólo se atrevían a tomar las calles, a ocupar las plazas públicas reservadas a las expresiones corporativistas de apoyo al mandatario en turno; el 27 de agosto se burlaron del presidente, ridiculizaron su físico, se mofaron de su esposa, del Ejército y de los granaderos, gritaron sus insultos justo debajo del balcón de Palacio Nacional. Exigieron, además, un diálogo público con el titular del Ejecutivo federal, es decir, nada más y nada menos que el mismísimo Díaz Ordaz, tuviera lugar la mañana del 1 de septiembre a las 10:00 horas, frente a toda la Nación. Esto era una provocación, una falta de respeto mayúscula que el presidente no iba a soportar.15

No. La actitud conciliatoria había sido malinterpretada por los jóvenes. Había llegado el momento de ponerle fin.

El repliegue ante la amenaza

La represión desatada después de la manifestación del 27 de agosto demostró a los estudiantes que la libertad de expresión que habían ganado en las calles del centro del país había sido una ilusión de apenas unas pocas semanas. Muy pronto probaron el poder, la fuerza, la contundencia autoritaria de un sistema y de un presidente especialmente autoritario. El mismo Díaz Ordaz anunció lo que se venía en su Cuarto Informe de Gobierno:

“… hemos sido tolerantes hasta excesos criticados; pero todo tiene su límite y no podemos permitir ya que se siga quebrantando irremisiblemente el orden jurídico (…) En la alternativa de escoger entre el respeto a los principios esenciales en que sustenta toda nuestra organización política, económica y social (…) y las conveniencias transitorias de aparecer personalmente accesible y generoso, la decisión no admite duda alguna y está tomada: defenderé los principios y arrostro las consecuencias (…) sé que tendré que enfrentarme a quienes tienen una gran capacidad de propaganda, de difusión, de falsía, de injuria, de perversidad. Sé que, en cambio, millones de compatriotas están decididamente en favor del orden y en contra de la anarquía (…). No quisiéramos vernos en el caso de tomar medidas que no deseamos, pero que tomaremos si es necesario; lo que sea nuestro deber, lo haremos, hasta donde estemos obligados a llegar, llegaremos”.16

Los estudiantes entendieron el mensaje. Las detenciones y golpizas se habían multiplicado desde el 28 de agosto, cuando el Ejército desalojó con lujo de violencia a los estudiantes que habían decidido permanecer en la Plaza del Zócalo, en espera de que Díaz Ordaz en persona saliera de Palacio Nacional para reunirse con ellos la mañana del 1 de septiembre para iniciar el diálogo frente a la Nación. Los hechos represivos se sucedieron en cascada.

Los estudiantes decidieron mostrar, entonces, una cara más moderada en una nueva manifestación el 13 de septiembre. Durante la llamada manifestación del silencio, no hubo gritos ni insultos. Ni una consigna siquiera. Las mantas expresaron lo que los estudiantes, con la boca cubierta por una cruz de tela adhesiva blanca, callaron.

El intento por mostrar la cara moderada del movimiento fue estéril. Cinco días después, el Ejército ocupó Ciudad Universitaria. Mil quinientas personas fueron arrestadas sin resistencia. En los días siguientes el resto de los planteles que se habían unido a la huelga sufrieron la misma suerte.17 De paso, las plumas al servicio del régimen culparon a coro al rector Barros Sierra de la efervescencia estudiantil. El ingeniero presentó su renuncia ante la Junta de Gobierno el 23 de septiembre. Tanto este organismo como el grueso de estudiantes, tanto de la UNAM como del IPN, no aceptaron la decisión de Barros Sierra.

Es pertinente mencionar que en todos los eventos de ‘recuperación’ de instalaciones se observó la
presencia de individuos vestidos de civil, algunos con el inconfundible aspecto militar, que portaban
un distintivo guante o pañuelo blanco en la mano izquierda. Se trataba del Batallón Olimpia, que el
gobierno federal había creado para garantizar la seguridad de las delegaciones durante las justas
deportivas. Su entrada en escena no fue, empero, en la Villa Olímpica para cuidar atletas sino en las
escuelas y facultades en huelga y para golpear y detener estudiantes.

El 2 de octubre

El pánico se apoderó de la comunidad estudiantil movilizada. La asistencia a los mítines, organizados de manera improvisada en distintos puntos de la ciudad dado que la Ciudad Universitaria y las instalaciones del IPN seguían ocupadas.18 Se habían emitido órdenes de aprehensión contra los líderes identificados del CNH que aún no habían sido detenidos. La incertidumbre y el miedo eran la norma.

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